El texto para hoy, tercer domingo
después de Pascua, es Lc. 24, 13-35. En este relato, conocido como los
“caminantes de Emaús”, se narran los hechos de los tres primeros días
inmediatamente después de la resurrección. Jesús ha resucitado pero los
discípulos no lo ven. Camina juntamente con ellos, pero no saben que es él. Les
explica las Escrituras como lo hacía cuando estaba con ellos, pero su tristeza
les impide reconocerlo; solo sienten un ardor en el corazón y no saben por qué.
Suponen que es por el método de estudio bíblico que emplea, tan parecido al de Jesús
o por la contundencia de sus conclusiones, que les recuerda la claridad
teológica de su Messiah, ahora crucificado. Jesús ha resucitado y sus
discípulos no lo reconocen. Aun cuando tiene un cuerpo diferente, conserva las
marcas de la desmesura que sufrió. Aun cuando tiene un cuerpo resucitado conserva el mismo cuerpo injusticiado. Esto porque el resucitado es el
crucificado. Los que han cambiado son sus discípulos. No sólo tienen un
semblante triste y un caminar cansino, sino que llevan los brazos caídos como
si estuvieran vencidos y el espíritu opaco como si estuviesen derrotados. Han
perdido el gozo de saberse amados de Dios y comienzan a alejarse de Jerusalén,
a distanciarse del Templo donde habita Dios. Cabe preguntar ¿qué les impide ver
a Jesús? ¿Acaso no reconocen la voz de su Maestro o su método exegético para analizar las
Escrituras? ¿Es posible que el Jesús resucitado sea tan diferente de aquel
Jesús que les contaba parábolas? ¿Por qué no pueden reconocerlo?
Por dos veces consecutivas el
texto dice que “no lo vieron”. A pesar de que conversan con él y hasta le
increpan su falta de información no reconocen de quién se trata. No ver a Jesús
es un grave problema para la comunidad de discípulos. No ver a Jesús pone en
riesgo la continuidad de la comunidad. No ver a Jesús implica una pérdida de la
fe. Y una comunidad cristiana sin fe ya no es ni comunidad ni cristiana. Esto,
para una comunidad que recién comienza a formarse, sí que es un grave problema.
Dios desplegó todo su poder para resucitar a Jesús con el propósito de que los discípulos no perdieran la
esperanza, de que no perdieran la fe, pero al parecer, no está logrando su
propósito. Jesús ha resucitado como se los había dicho muchas veces, pero no lo
recordaban, solo recordaban la desmesura de su crucifixión. Aun cuando reconocen
que era un “profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y del
pueblo” el impacto de esa desmesura, que significó su crucifixión, los ha
dejado bloqueados por completo. No son capaces de mirar ni a Dios ni a Jesús. No
miran la tumba vacía, mejor dicho, la ven, pero no creen que esté vacía. No es
suficiente para ellos que la tumba esté vacía, ni suficiente les resultó el
testimonio de las mujeres que confirmaron que estaba vacía. No, nada de lo que
vieran u oyeran era suficiente, nada les haría salir de su aletargamiento y de
su bloqueo. Estaban decididos a perder la fe.
Con mucho amor, pero con
suficiente firmeza Jesús les hace ver que su actitud es una insensatez y una
torpeza. Con amor pero con firmeza les conmina a no dejar que su dolor y su
duelo los conduzcan por el camino de la desesperanza y ésta a la pérdida de la
fe. Que si bien su crucifixión fue un crimen execrable, su resurrección es una
reivindicación suprema. Con amor y con paciencia le hace un remember, un
recordaris. Vuelve con ellos otra vez a las Escrituras. Vuelve con ellos otra
vez para leer lo que escribieron los profetas, pero esta vez lo leen desde el
hecho más maravilloso jamás realizado: la resurrección. Esta es la clave para
ver a Jesús, para recuperar la visión y recuperar la fe. Cuando releen las
Escrituras en clave de resurrección se produce algo maravilloso en el corazón
de los discípulos: sus corazones comienzan a “arder”, sus cuerpos comienzan a
erguirse, sus semblantes recuperan el gozo, sus pies los regresan a Jerusalén.
Es decir, su espíritu comienza a recuperar la esperanza y la vida. Esto porque
la resurrección de Jesús inicia todo un proceso de resurrecciones en todo tipo
de orden. Esto porque la resurrección de Jesús hace referencia directa a la
justicia de Dios y la injusticia humana.
La muerte de Jesús fue un crimen
execrable, una desmesura, una injusticia. Cometer semejante crimen fue una
abierta transgresión a la justicia. No me refiero a la justicia que se da en
los tribunales, sino a aquella justicia que sostiene las relaciones humanas
armoniosas, aquella justicia que dan soporte al orden social basado en los
derechos humanos. Todos los seres humanos, como creaturas de Dios, conservan su
imagen y semejanza, es decir, nacen iguales y gozan de libertad plena. Los
Estados han sido constituidos para salvaguardar esa imagen de Dios de la que goza
la humanidad. Atentar contra un ser humano es atentar directamente contra Dios.
Por eso, la muerte injusta de cualquier ser humano no solo es una transgresión
(léase pecado), sino un acto que contraviene el orden social. Eso mismo significó la muerte de Jesús.
El relato leído pone en boca de
los ángeles el anuncio de la resurrección de Jesús. Es un anuncio que viene de
Dios y hace referencia a su reivindicación, pero no hay que olvidar que la
resurrección no se entiende sin el correlato de la crucifixión. Anunciar la
resurrección es denunciar implícitamente la crucifixión. El anuncio de los ángeles,
al mismo tiempo que anuncia una buena nueva, alerta de la conducta de los
transgresores y los conmina a volver por el camino de la mesura, de la
justicia, del orden social. El anuncio de los ángeles persuade a sus oyentes a
no olvidar que la desmesura es la otra cara de la resurrección y que hacer
memoria de ambas cosas garantiza que los ojos estén siempre abiertos para ver a
Jesús. Fue precisamente cuando Jesús “partió” el pan que le fueron abiertos los
ojos a los discípulos. Conviene recordar que el viaje exegético que hicieron
por las Escrituras precedió al partimiento del pan y éste a la superación de la
ceguera. El pan partido recuerda el cuerpo masacrado de Jesús: un cuerpo
“resucitado” sí, pero que conserva las marcas de los clavos, las señas de los
látigos y le herida en su costado abierta por una lanza punzante de un soldado
romano. Fue precisamente cuando compartieron ese cuerpo
injusticiado/reivindicado que desapareció de en medio de ellos. Es que ya no
tenía sentido seguir ahí, ahora estaba con ellos en el pan y sus ojos lo ponían
ver.
Cada vez que nos acercamos a la
mesa del Señor hacemos memoria de él. Y hacer memoria de él es recordar la
desmesura que padeció por anunciar las buenas nuevas del reino; hacer memoria de
él es agradecer a Dios por el acto maravilloso de resucitarlo, acto que le hizo
justicia él y a todas las víctimas del mundo; hacer memoria de él es recordar
que no debemos olvidar de debemos hacer memoria. Solo los transgresores, los
injustos y los desmemoriados se zurran en la resurrección de Jesús. Solo los
transgresores, los injustos y los desmemoriados desprecian la justicia de Dios
y apuestan por el olvido de los injusticiados.
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