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El texto de hoy, como muchos
textos del Evangelio, es complejo para los no iniciados. Para entenderlo hay
que confesar, como Pedro, que Jesús es el Mesías de Dios, hay que iniciarse en
la fe cristiana; caso contrario, resultará espeluznante oír demandas como esta:
“Si quieres salvar tu vida, tienes que perderla”. Perder la vida es morir y no
creo que haya gente en el tiempo actual que esté dispuesta a morir sólo porque
un pregonero ambulante así se lo demande. Por eso digo, es preciso abrazar la
fe cristiana para entender la demanda de Jesús. Y ¿qué nos quiere decir Jesús
hoy a través del Evangelio?
Sólo basta hacer una rápida
lectura para darnos cuenta que el texto está lleno de imágenes alusivas a la
muerte. Jesús les dice a sus discípulos que morirá a manos de sus autoridades
religiosas, pero no sólo dice eso, a reglón seguido hace una exigencia a sus
discípulos de lo más extraña: negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguirle. Si
entiendo bien el texto, seguir a Jesús es durísimo. ¿Les estará pidiendo morir
en la cruz como morirá él? Será algo que veremos en unos momentos.
En el texto que hemos leído Jesús
anuncia su muerte. Esto no significa que andaba buscando que lo maten con el
pretexto de que era el único camino para traer la salvación a la humanidad.
Digo esto, porque muchos entienden que Jesús nació para morir y murió para
salvarnos. Así que si no muere no salvación. Entonces, tenía que morir sí o sí.
No, Jesús no andaba buscando pleito para que lo maten. Si anuncia su muerte es
porque era consciente de que podía morir; era consciente de que su mensaje
desencadenaba una reacción violenta en sus adversario; lo odiaban por sus actos
curativos y las permanentes denuncias que hacía de los actos injustos que
cometidas sus autoridades. Era consciente de que la muerte estaba a la vuelta
de la esquina. Jesús no era un profeta ingenuo, tenía conciencia de que sus
adversarios reaccionarían de un modo violento al punto de que esa violencia lo
podría llevar a la muerte. No es que esperaba que lo mataran, pero si lo
intuía.
Jesús anuncia su muerte, no con
la esperanza de convencer a
sus seguidores de que venguen su muerte, sino de
que “se nieguen a sí mismos”. En el tiempo de Jesús, los conflictos armados
eran muy frecuentes. No faltaba por ahí un judío alucinado que soliviantara al
pueblo y les hiciera creer que era posible expulsar a los romanos; y no
faltaban patriotas que, entusiasmados por la iniciativa, se embarcaban en un
proyecto bélico, que lo único que hacía era diezmar al pueblo. No, Jesús no
quería iniciar un conflicto armado más. No estaba en sus planes echar a los
romanos de Palestina. Jesús estaba en contra de la violencia. Por esta razón
hizo la siguiente pregunta “¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo
y perdiere su alma?” Jesús estaba interesado en sanar las heridas que dejaron
los anteriores enfrentamientos. Restaurar los lazos familiares era su prioridad.
Muchas familias habían perdido a sus seres queridos en las diferentes guerras
que sufrieron. Sus familiares, confiando en la promesa de una victoria, fueron
arrastrados por el iluminado hacia la muerte. Jesús no quería una muerte más.
Cuando Pedro, el discípulo de Jesús,
no nuestro querido pastor Pedro, se le acercó para desanimarlo a que no
recorriera el camino de la muerte, no lo hacía porque pensaba en su bienestar, ni
en el de su madre o sus hermanos. No, lo hacía porque sin su liderazgo el
proyecto de expulsar a los romanos se caería. Necesitaban a Jesús para que el
proyecto continuara. Es decir, Pedro afirmaba la muerte como fundamento de la
vida. Por esta razón, Jesús le dijo “quítate delante de mí Satanás, porque no
pones la mira en las cosas de Dios, sino en la de los hombres”
La gente violenta cree que la
vida surge de la muerte. Por esa razón, están dispuestos a arrancar el mal de
la manera más ignominiosa. Lo vemos en las prácticas asesinas del Estado
Islámico que mata a sus enemigos en la creencia de que están haciendo el bien.
Pero también lo vemos en la gente que pide a gritos la pena de muerte para
librar a la sociedad de los violadores. Dios no mira como mira la gente
violenta. Dios ama la vida y si la muerte lo sorprende, pues, hace surgir la
vida aún desde la misma muerte. Tal es el caso de Jesús.
Como relatan los evangelios,
Jesús fue muerto. La muerte de Jesús, si lo vemos a la luz de su vida y sus
acciones, fue en realidad un asesinato antes que una muerte predestinada. La
muerte de Jesús, en los términos que lo cree la mayoría, no es parte del plan
original de Dios; es decir, no nació para morir y no murió para salvarnos. Todo
lo contrario, Jesús nació para vivir y viviendo anunciar e iniciar el Reino de
Dios. Todo lo que Jesús hizo fue cuando estuvo vivo y mientras vivió realizó el
reino de Dios. Si Jesús murió fue porque sus adversarios así lo tramaron, los
destinatarios de sus denuncias así lo concertaron, los personajes que se
sintieron aludidos por la Justicia de Dios así lo decidieron.
Visto así las cosas, la muerte de
Jesús pone en evidencia la capacidad humana de auto-alienarse, es decir, de
convencerse a sí mismos de que la muerte es la fuente de la vida; de que para
salvarse hay que matar. Por eso mata sin ningún remordimiento; se convencen a
sí mismos la violencia es partera de la historia. Lo confesaron los
conspiradores cuando afirmaron que “es mejor que muera uno solo y se salve el
pueblo”. Jesús no piensa igual, no hay que matar para salvarse, sino que dijo que
el que no estaba dispuesto a morir, es decir, “negarse a sí mismo” o “cargar su
cruz” no podía alcanzar la vida. Alienarse es llenarse de soberbia contra la
voluntad de Dios.
La muerte de Jesús pone en
evidencia lo demencial que puede ser la adversidad política. Pone en evidencia
el desprecio por la vida humana que algunos pueden llegar a tener, sobre todo, la
vida de un ser humano humilde e indefenso que, como Jesús, no tienen más que su
consecuencia ética para defenderse. La muerte de Jesús pone en evidencia lo
absurdo que son las ambiciones humanas cuando éstas están preñadas de egoísmo,
de ambición por el poder, de insensibilidad e indiferencia por el prójimo.
Jesús no ambicionó ni el poder ni
la gloria, eso le vino como consecuencia de su integridad y su servicio. En
cierta ocasión, la gente quiso coronar a Jesús como Rey y él lo rechazó.
Renunció a ser Rey porque sólo quería ser un taumaturgo, un sanador de Dios. Ni
siquiera quiso ser reconocido como Mesías. Mandó callar a los demonios le
gritaban que era el enviado de Dios. Jesús nunca buscó ni el poder ni la gloria.
Cuando Jesús les pide a sus
discípulos que se nieguen a sí mismos lo que les está pidiendo en realidad es que
no usen la violencia como medio para alcanzar el reino de Dios. Violencia es
muerte y el reino de Dios no es muerte sino vida. Anunciar el reino de Dios es
darle continuidad a lo que Jesús hizo en vida: denunciar las injusticias de los
poderosos, sanar a los que están enfermos que han sido expectorados del sistema,
predicar que Dios ama a todos sin importar su condición, liberar a los que han
caído cautivos por todo tipo de vicios. Es posible que por hacer esto algunos nos
coloquemos en riesgo de muerte, como le sucedió a Jesús. Pero él nos dice esta
mañana: “el que pierda su vida por mi causa y del evangelio, la salvará”. Jesús
no pide a sus seguidores morir por él, más bien, pide, con su muerte, que no
haya más asesinatos; que no haya más gente sufriendo por causa de la violencia.
No es afirmando la muerte que surge la vida, sino todo lo contrario, la vida
surge sembrando vida. Jesús es el mejor referente de Dios. ¡Él es la vida de la
vida! Este es el misterio de Dios escondido desde el principio de los siglos.
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